el papa móvil.
Me pican los huevos. Camino con dificultad mientras trato de que el roce de pantalón y entrepierna me alivie de alguna manera. Pero no funciona. No puedo rascarme en la vía pública, cuando recién la ciudad despierta y las personas pululan por doquier. Los audífonos, el paraguas, la lluvia, la neblina, mis lentes parecen las paredes de una urna de cristal, como si estuviera dentro de un carro con protección especial. Un papa móvil que me acerca al prójimo, pero a la vez me protege de él.
Me sentía invulnerable, pero con picazón.
Llegué a uno de esos imposibles cruces modernos con diferentes tipos de semáforos para automóviles, bicicletas, peatones, cuentas regresivas y más de tres tipos de colores, intensidades. Y a mí me picaban los huevos.
Yo venía ensimismado en mi papel de sumo pontífice en urna rodante hasta que la ciudad me escupió en la cara como el relampagueante jab de un boxeador experimentado. No alcanzo a verlo, pero siento y escucho un bus inmenso que arremete contra todos y un impacto de celular utilizado como proyectil para defenderse del monstruo asesino. A mi lado otro peatón poseído por el pánico, blanco como la hoja de papel de un escritor, se había defendido con lo único que tenía a mano ese momento.
Mi papa móvil había dejado de funcionar, ese hombre me observaba rogando por una dosis de humanidad. Me saqué los audífonos con parsimonia, mis lentes se empañaron, me los guardé en el bolsillo, cerré el paraguas y me dispuse a recoger los añicos de un celular heroico y un hombre babeante de miedo. Alcancé a putear la situación y él recibió la dosis de ser humano que necesitaba y la confirmación de que yo lo había visto salvarse de la muerte, defenderse con un arma diminuta y salir ileso.
A mi finalmente me habían dejado de picar los huevos.
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