el héroe de cocaína y el taxista
Cuando despertó ese día se sintió un poco incómodo, como si no hubiera dormido bien o si algo le preocupara. Se levantó cual zombie directo a la ducha. El calor del agua empezaba a calentar su cuerpo y sentía el chorro sobre su cabeza y entonces supo que lo que le tenía medio raro era el sueño.
Había soñado con ella.
En el sueño ella aparecía y algo pasaba con su pelo. Era en un parque de diversiones en donde había una de esas pequeñas pistas con carros chocones que daban vueltas en círculos y chocaban entre sí. Ella iba en uno de esos carros y tenía cara de niño. Lo saludaba con los ojos vacíos de expresión como si se saluda a un policía o a un vecino raro. La distancia era kilométrica. Cuando desaparecía se daba cuenta que el aspecto de niño era porque ella tenía el pelo corto y de un color intenso morado, como de esos dibujos japoneses en el que todos parecen niños o niñas y no se sabe si son lo uno o lo otro. El sueño lo asustó porque cuando volvió a dar la vuelta había recobrado su aspecto de costumbre, llevaba el pelo largo y suelto, cubriéndole la espalda y una mochila negra que parecía más de excursionista que de universitaria. Esa vez no lo saludó.
Fue eso, exclamó en voz alta y dio un puñetazo contra la pared. Después tomó el agua tibia hizo gárgaras, sintió ganas de vomitar y escupió como si fuera alguna pócima venenosa.
Había fruncido el entrecejo y sintió una leve picazón en la nariz así como una imperceptible ausencia cargada de ira contenida.
Al parecer hoy empezamos el día más temprano, se dijo para si mismo.
Salió de la ducha, se secó. Completamente desnudo fue a su velador armó rápidamente dos líneas con su documento de identidad y aspiró fuerte con el primer papel que encontró a mano.
Se lanzó a la calle bufando como el toro que sale por primera vez al ruedo y transforma el desconcierto en rabia poderosa y terror.
Revisó su bolsillo y con desagrado comprobó que no tenía billetes chicos. Sintió el sabor amargo de la coca en la garganta y recordó que será mejor no exponerse a alguna provocación del chofer del bus por no tener billetes chicos. La sustancia ya estaba haciendo efecto en su cuerpo y recordaba con fastidio su tendencia a la violencia.
Decidió tomar un taxi.
Cuando habían transcurrido algunas cuadras notó que el taxímetro no corría, le pidió que lo activara y el taxista le respondió que en horas pico era mejor usar la “tarifa”. La tarifa? Le preguntó. Sí, la –tarifa-le repitió y le mostró una hoja dentro de un forro plástico gastado y sucio en el que se leía alguna comisión de transporte y al final una rúbrica que parecía el autógrafo de un jugador de fútbol.
Sin ganas de leer le devolvió el documento y se sentó completamente desarmado como si fuera Pinocho quien llegaba de salvar a Gepetto de la ballena y al llegar a casa perdía sus habilidades humanas para desplomarse como un títere sin vida.
Abrió la ventana, un ligero calor en las sienes le indicaba el poder del químico antes consumido.
Efectivamente esa mañana había un tráfico maldito, ese que mezcla el apuro por no llegar tarde a un lugar al que nunca se quiere llegar y al que vamos todos los días. El trabajo.
Para ganar tiempo buscó en su pantalón y le extendió el billete explicándole educadamente que no tenía uno más pequeño. Ni bien miró el billete, el taxista torció los ojos con desprecio y miró hacia el cielo buscando la complicidad de alguna de esas vírgenes que aparecen en las humedades de las paredes.
-Turistas- alcanzó a decir entre dientes pero lo que en verdad decía es hijo de puta mal parido, qué no ves que recién empiezo el día de trabajo y vienes y me pagas con ese billetote, y ahora no te quejes si te doy todo tu puto cambio de moneda en moneda para ver si así te las metes por el culo.
Como si le hubiera leído la mente le preguntó agresivamente, aún sabiendo la respuesta, qué dijiste? La pregunta resultó ser el primer jab de la mañana, directo al rostro.
Yo no soy ningún turista.
Sólo se escuchó al taxista tragarse una pelota de básquet mientras buscaba el cambio.
Agarró un billete y encima le puso un montón de monedas y usó al billete como cuando te envuelven pescado y papas fritas en cualquier take away inglés.
El héroe de cocaína lo vio a través de sus gafas oscuras. Había encendido el ipod y sonaba un solo de batería como ráfaga de esperma en el desierto. Era imposible no sentir la energía en la sangre, era imposible retener las ganas de matar al taxista. Se mordió los dientes y una gota ya había resbalado por el filo de la oreja. Se agachó debajo del asiento fingiendo buscar algo y esnifó largamente como si fuera el suspiro de un combatiente de Vietnam leyendo la carta de su novia.
Guardó las gafas, metió el ipod y le pidió el cambio.
Pero si todavía no llegamos le dijo el taxista.
Acá me bajo le ordenó. El taxista se parqueó a la derecha y agarró el bulto en el que se había transformado el cambio.
Cuando le extendió el héroe la mano para recibir el vuelto le dijo a mi no me das ninguna moneda, qué crees que tengo una alcancía para romperla el fin de año?
El taxista le dijo -no tengo más, si quiere también si no, mejor-. Y le puso el billete arrugado con las monedas en el asiento del copiloto.
El héroe, que ya había salido del taxi, metió la mitad del cuerpo por la ventana abierta del copiloto y se le acercó amenazante al chofer, que hacía un esfuerzo por no intimidarse. Agarró el cambio sin dejar de mirarlo, sacó su cuerpo y lo lanzó con toda la fuerza que pudo a la puerta del carro.
Ahí tienes tu tarifa hijo de puta. Le dijo mientras se daba la vuelta para sacarlo y matarlo a patadas. Completamente descompuesto, el taxista alcanzó a poner seguro mientras buscaba su llave de ruedas. Nunca la encontró y el héroe ya le había agarrado de la camisa con la una mano y con la otra le golpeaba una y otra vez en el rostro hasta que sintió el pánico del infeliz que había desistido de pelear y sólo quería encender el carro y huir.
Dejó que lo haga y le pegó una última patada a la puerta con tanta fuerza que se cayó estrepitosamente.
Transpiraba y el aire se abría paso dificultosamente por el despojo humano en el que se había convertido el héroe.
Sabía que ese era un día pesado que había comenzado demasiado temprano. Caminó las cuadras que le faltaban para llegar a su trabajo y en el ascensor jaló dos tiros más.
Eran las nueve y cinco de la mañana. Saludó a todos con la misma sonrisa con la que todos nos reímos de un chiste malo.
Había soñado con ella.
En el sueño ella aparecía y algo pasaba con su pelo. Era en un parque de diversiones en donde había una de esas pequeñas pistas con carros chocones que daban vueltas en círculos y chocaban entre sí. Ella iba en uno de esos carros y tenía cara de niño. Lo saludaba con los ojos vacíos de expresión como si se saluda a un policía o a un vecino raro. La distancia era kilométrica. Cuando desaparecía se daba cuenta que el aspecto de niño era porque ella tenía el pelo corto y de un color intenso morado, como de esos dibujos japoneses en el que todos parecen niños o niñas y no se sabe si son lo uno o lo otro. El sueño lo asustó porque cuando volvió a dar la vuelta había recobrado su aspecto de costumbre, llevaba el pelo largo y suelto, cubriéndole la espalda y una mochila negra que parecía más de excursionista que de universitaria. Esa vez no lo saludó.
Fue eso, exclamó en voz alta y dio un puñetazo contra la pared. Después tomó el agua tibia hizo gárgaras, sintió ganas de vomitar y escupió como si fuera alguna pócima venenosa.
Había fruncido el entrecejo y sintió una leve picazón en la nariz así como una imperceptible ausencia cargada de ira contenida.
Al parecer hoy empezamos el día más temprano, se dijo para si mismo.
Salió de la ducha, se secó. Completamente desnudo fue a su velador armó rápidamente dos líneas con su documento de identidad y aspiró fuerte con el primer papel que encontró a mano.
Se lanzó a la calle bufando como el toro que sale por primera vez al ruedo y transforma el desconcierto en rabia poderosa y terror.
Revisó su bolsillo y con desagrado comprobó que no tenía billetes chicos. Sintió el sabor amargo de la coca en la garganta y recordó que será mejor no exponerse a alguna provocación del chofer del bus por no tener billetes chicos. La sustancia ya estaba haciendo efecto en su cuerpo y recordaba con fastidio su tendencia a la violencia.
Decidió tomar un taxi.
Cuando habían transcurrido algunas cuadras notó que el taxímetro no corría, le pidió que lo activara y el taxista le respondió que en horas pico era mejor usar la “tarifa”. La tarifa? Le preguntó. Sí, la –tarifa-le repitió y le mostró una hoja dentro de un forro plástico gastado y sucio en el que se leía alguna comisión de transporte y al final una rúbrica que parecía el autógrafo de un jugador de fútbol.
Sin ganas de leer le devolvió el documento y se sentó completamente desarmado como si fuera Pinocho quien llegaba de salvar a Gepetto de la ballena y al llegar a casa perdía sus habilidades humanas para desplomarse como un títere sin vida.
Abrió la ventana, un ligero calor en las sienes le indicaba el poder del químico antes consumido.
Efectivamente esa mañana había un tráfico maldito, ese que mezcla el apuro por no llegar tarde a un lugar al que nunca se quiere llegar y al que vamos todos los días. El trabajo.
Para ganar tiempo buscó en su pantalón y le extendió el billete explicándole educadamente que no tenía uno más pequeño. Ni bien miró el billete, el taxista torció los ojos con desprecio y miró hacia el cielo buscando la complicidad de alguna de esas vírgenes que aparecen en las humedades de las paredes.
-Turistas- alcanzó a decir entre dientes pero lo que en verdad decía es hijo de puta mal parido, qué no ves que recién empiezo el día de trabajo y vienes y me pagas con ese billetote, y ahora no te quejes si te doy todo tu puto cambio de moneda en moneda para ver si así te las metes por el culo.
Como si le hubiera leído la mente le preguntó agresivamente, aún sabiendo la respuesta, qué dijiste? La pregunta resultó ser el primer jab de la mañana, directo al rostro.
Yo no soy ningún turista.
Sólo se escuchó al taxista tragarse una pelota de básquet mientras buscaba el cambio.
Agarró un billete y encima le puso un montón de monedas y usó al billete como cuando te envuelven pescado y papas fritas en cualquier take away inglés.
El héroe de cocaína lo vio a través de sus gafas oscuras. Había encendido el ipod y sonaba un solo de batería como ráfaga de esperma en el desierto. Era imposible no sentir la energía en la sangre, era imposible retener las ganas de matar al taxista. Se mordió los dientes y una gota ya había resbalado por el filo de la oreja. Se agachó debajo del asiento fingiendo buscar algo y esnifó largamente como si fuera el suspiro de un combatiente de Vietnam leyendo la carta de su novia.
Guardó las gafas, metió el ipod y le pidió el cambio.
Pero si todavía no llegamos le dijo el taxista.
Acá me bajo le ordenó. El taxista se parqueó a la derecha y agarró el bulto en el que se había transformado el cambio.
Cuando le extendió el héroe la mano para recibir el vuelto le dijo a mi no me das ninguna moneda, qué crees que tengo una alcancía para romperla el fin de año?
El taxista le dijo -no tengo más, si quiere también si no, mejor-. Y le puso el billete arrugado con las monedas en el asiento del copiloto.
El héroe, que ya había salido del taxi, metió la mitad del cuerpo por la ventana abierta del copiloto y se le acercó amenazante al chofer, que hacía un esfuerzo por no intimidarse. Agarró el cambio sin dejar de mirarlo, sacó su cuerpo y lo lanzó con toda la fuerza que pudo a la puerta del carro.
Ahí tienes tu tarifa hijo de puta. Le dijo mientras se daba la vuelta para sacarlo y matarlo a patadas. Completamente descompuesto, el taxista alcanzó a poner seguro mientras buscaba su llave de ruedas. Nunca la encontró y el héroe ya le había agarrado de la camisa con la una mano y con la otra le golpeaba una y otra vez en el rostro hasta que sintió el pánico del infeliz que había desistido de pelear y sólo quería encender el carro y huir.
Dejó que lo haga y le pegó una última patada a la puerta con tanta fuerza que se cayó estrepitosamente.
Transpiraba y el aire se abría paso dificultosamente por el despojo humano en el que se había convertido el héroe.
Sabía que ese era un día pesado que había comenzado demasiado temprano. Caminó las cuadras que le faltaban para llegar a su trabajo y en el ascensor jaló dos tiros más.
Eran las nueve y cinco de la mañana. Saludó a todos con la misma sonrisa con la que todos nos reímos de un chiste malo.
Comentarios