Robo hormiga.
Mariana
A las 9 en punto llegó a la
oficina. Antes de saludar a nadie fue directo a la cocina a llenar su termo de
café caliente. Miró lo que había quedado del pastel de ayer en la oficina. Mientras
burbujeaba la cafetera, no resistió el antojo y se zampó un pedazo cortado con
cuchara por el apuro. Escuchó unos pasos que se acercaban y salió por el otro
lado de la cocina. Con la boca llena es mejor no encontrarse con nadie.
A las 11h00, el hambre de la
mañana no daba tregua. El pastel había desaparecido del mesón. Alguien había
sacado los restos de una bandeja de embutidos y quesos que estaban en la
refrigeradora. Mariana cogió todos los que pudo, los envolvió en una
servilleta y se fue a comer en el cubil.
Habían sobrado bebidas, frutas,
galletas, mermeladas. Eran de marcas desconocidas, y la mayoría, de los mismos
negocios que la fundación apoyaba con cursos de emprendimiento baratos. El
festín había sido organizado para la despedida del contador general. El día
anterior, el director lo había despedido en la mañana y para la tarde, brindaba
con vino y le deseaba éxitos a un hombre que había pasado la edad de jubilarse
y que seguro no podría conseguir un trabajo así nunca más. Salud.
Mariana estuvo ahí. Comió, bebió
y dijo unas palabras de despedida neutras. Todos sentían que algún día estarían
en la misma situación, con suerte, recibiendo un banquete de despedida y sin
saber cómo reaccionar.
En la oficina, la medida de la
huella que alguien dejaba se podía calcular según las sobras. Si había mucho,
nadie lo quería. Si había poco, era un
colega que se había ganado algo de afecto. Entonces se comían todo y después
tendrían una real fiesta de despedida con alcohol y la posibilidad de insultar
y hablar mal de los jefes en confianza.
Santiago
Cuando la casa se quedaba sola,
por fin sentía algo de paz. La culpa se hacía un poco menos pesada. Entonces se
hacía un café.
Entró al LinkedIn y para mantenerlo
activo, buscó una de sus fotos del anterior trabajo y la subió con una frase
motivadora.
Los gatos también parecían
juzgarle, sentía sus miradas inquisidoras, como si le estuvieran cobrando el
internet en su propia casa. Recogió todas las botellas plásticas y
apesadumbrado de que eran muy pocas, tuvo que completarlas con las que
reciclaban en el basurero del conjunto que a esa hora estaba desierto. Salió
mascullando un saludo al guardia y cruzó la avenida para llegar a la gasolinera
donde podría cambiar 100 botellas por 1,50 que costaba el café americano de la
esquina.
Antes del primer sorbo, sintió
una punzada en el estómago y supo que Mariana estaba pensando en él.
Día 1
Al terminar el día, cuando
Mariana estaba a punto de salir de la oficina la llamaron desde la cocina
porque había sobrado una bandeja entera de embutidos, empanadas y aceitunas que
se estaban repartiendo para no echarla a la basura. Con un brillo en los ojos,
Mariana pensó en Santiago y sacó su tapper. Al llegar a casa, su buen humor se mezcló con
el saludo de los gatos y el vibrar de sus plantas que le decían miles de cosas
al oído.
A los 5 minutos, Santiago volvió
con sobres de azúcar y pimienta en los bolsillos. Saludó con Mariana de un beso
al que le sobraba amor. Le dijo,
hoy pensé en ti. Ha de haber sido el
hambre, respondió ella, mientras escondía el “yo también” atragantado en la
garganta.
Día 2
Mariana llegó a la oficina. Abrió
el correo y tenía uno del área de recursos humanos. Sintió que el mundo se le
hundía. Ella caía pegada a su silla con la taza de café en la mano, en cámara
lenta, mientras leía que la habían despedido y que tenía que arreglar su
liquidación. El ruido del vacío siempre es ensordecedor.
No sabía por qué, pero lo primero
que decidió fue que, por ahora, nadie se debía enterar. Mucho menos Santiago.
Tragó con amargura el último
sorbo de café. Hizo como que no leyó el correo electrónico y rápidamente hizo
otro pidiendo vacaciones por dos semanas.
Fue al baño y sacó cuatro rollos
enteros de papel higiénico que cabían en su mochila. Salió de la oficina cuando
sabía que nadie la vería y puso el celular en modo avión. Se fue a su casa.
Al llegar, Santiago no estaba y
le pareció maravilloso no tener que dar explicaciones. Se instaló con su laptop
en la mesa del comedor, se hizo un café. Regó las plantas. Puso los rollos de
papel higiénico en el mueble del baño.
Era la primera vez que se quedaba
sola en casa desde que a Santiago lo despidieron. No conocía sus horarios ni le
había preguntado qué hacía cada día, como una forma de respetarlo y dejarlo que
libre esa batalla a su manera. Además, no sabía cómo darle ánimo, Mariana nunca
había aprendido a ser buena en eso y la mayoría de las veces que una palabra
habría bastado para mejorarlo todo, ella no pudo responder más que el silencio.
Entonces el gato gris la buscó y
se puso en sus piernas. El blanco cruzó indiferente y pasó de largo a comer sus
pepas.
Día 3
Santiago fue a un cóctel de
lanzamiento de un software inclusivo, lo organizaba la agencia de las naciones
unidas e incluía desayuno.
Santiago se movía a sus anchas,
al llegar fue directo a la mesa de registro y saludó con las pasantes
extranjeras. Cuando le pidieron su identificación sacó su pasaporte lleno de
sellos de varios países. Les explicó que recibió la invitación electrónica pero nunca la confirmación de registro. Las pasantes, muy sonreídas, sin
haber entendido del todo lo registraron y le dieron su collarín. Tenía varios
boletines en mano, los leyó ávido de información y por un momento logró
abstraerse del ajetreo en el lobby de ingreso. Sintió ganas de café y buscó
instintivamente por los pasos laterales. Era como si se le hubiera encendido un
radar en la nariz. Allá, al fondo, estaba una vieja máquina de café, crepitando un delicioso y barato café quemado. Palitos de bambú y vasitos
ecológicos hechos de aguacate completaban la experiencia. Santiago sabía que
ese era su lugar.
Con el café en la mano, saludó
con desconocidos hasta que alguien más solitario que él se animó a mantener una
conversación. No fallaba nunca, salió de ahí con un correo electrónico para
enviar su cv y se sentía legitimado para ir al brunch, saciar sus hambres
atrasadas y llenar el tapper para Mariana.
Al salir del evento, decidió
volver caminando. Caminar le daba ánimos. A veces, el intervalo del desempleo
parecía estático, como si todo se moviera menos él. Como si solo a él le pasara
esto de quedarse sin trabajo. Además, reconocía a la ciudad en sus esquinas de
ventas ambulantes, los olores de una salchipapa, el grito de una vendedora de
helados. Partes de pueblo que ahora vivían en la capital, como él mismo con una
parte pueblo y otra de la capital.
En el pasillo, antes de llegar, sintió
que Mariana estaba en la casa. Se peinó con la mano como un reflejo
inconsciente. Abrió la puerta gritando un saludo y Mariana le pidió silencio
explicando que estaba conectada a una inexistente reunión por zoom.
Entonces Santiago decidió no
molestar. Hacer silencio y desaparecer.
Cocinó arroz relleno con el
tapper del brunch y se puso los audífonos para escuchar las noticias.
Almorzaron casi al empezar la noche. Ella frente a la laptop y él de pie,
mientras seguía ordenando en la cocina.
Estaba claro que se saltarían la
cena.
Esa noche durmieron espalda con
espalda. Santiago sabía que algo había pasado y Mariana trataba de ocultar una
lágrima que, desconcertada, se revolvía en sus ojos cerrados que simulaban
dormir.
Día 4
La culpa actúa así: te haces un
café y aunque lo vuelvas a pasar más de una vez, te sientes culpable por
gastar. Duermes de más o sin horario porque no tienes trabajo y también sientes
culpa.
Mariana se despertó antes que la
alarma en su celular. Miraba el techo y pensaba que tal vez ahora si podía ir a
visitar a su mamá y tomarse un café. Saltó en su cama asustada por la alarma
que interrumpió sus cavilaciones. Santiago refunfuñó.
Mariana salió para su oficina. No
sabía para qué iba, pero se dio cuenta que cambiar su rutina de un rato a otro
le daba terror. Pensaba que tal vez a último momento se desviaría al coworking o, de una vez por todas, iría a casa de su madre a llorar en su regazo.
Sin embargo, entró en la oficina
como siempre. Saludó al encargado, que siempre llegaba más temprano y le preguntaba el milagro de verla por acá. Acucioso, le dijo que la gerenta de talento humano
ya había llegado. Mariana entonces supo que tenía una buena excusa y sin darle
respuestas específicas, le dijo, gracias por el dato. Voy por mi último café.
Pero en realidad fue a la bodega
de suministros y metió cuatro resmas de papel bond en su mochila. Muchos
esferos, postits de colores, grapas, clips de mariposa, varios rollos de cinta scotch.
Después, fue a saludar a la gerenta y preguntar sobre su liquidación aunque sabía
exactamente la respuesta. Sonrió con fuerza y salió apurada sin responder que a
dónde iba tan elegante.
Mariana empezó a sentir el calor
hormigueante en la espalda. Sabía que tenía que salir de ahí, vio a lo lejos la
puerta de salida de la casona como la salida de un túnel. Comenzó a concentrarse en su respiración,
cuando escuchó que la llamaron. El encargado le preguntaba si se había
llevado sus tappers porque nadie se acordaba de eso cuando cambiaban de
trabajo. Mariana se regresó como un zombie, le sonrió, fue a la cocina y cogió los relucientes tappers de la gerenta de talento humano. Los metió en la
bolsa de tela que siempre cargaba con ella.
Fue mucho para Mariana. Al salir de la oficina, sólo quería volver a
la casa y meterse en su cama. Escribió a Santiago para saber si estaba fuera
pero nunca le contestó. Entonces fue donde su madre y pudo contarle todo. Se
quedó el resto del día, almorzaron juntas y se tomaron un café. Al despedirse,
le dejó una resma de papel bond.
Al llegar a casa, Mariana se
había repuesto lo suficiente como para sostener las mentiras que sean necesarias.
Le explicó a Santiago que prácticamente le habían obligado a tomar vacaciones porque,
así como estaba la situación en la oficina, no se podían dar el lujo de pagar
vacaciones acumuladas, sobre todo al área financiera donde la mayoría de
colegas superaban con creces los días máximos permitidos por ley. Santiago sólo
preguntó cuántos días serían y Mariana dijo que 15, y que en 1 mes le obligarían
a tomar otros 15, para así reducir sus 45 días. Santiago entonces supuso que
eso era lo que le pasaba a Mariana y se relajó. Esa noche hicieron el amor.
Al otro día, la alarma no sonó,
pero Mariana se levantó temprano y metió los materiales de oficina en los
cajones del escritorio. Quiso hacerse un café pasado, y sólo encontró un frasco
grande de café soluble que Santiago alimentaba cada vez que volvía de sus
salidas. Le hizo uno a Santiago y le puso en el velador para que el olor lo
despierte. Él sonrió y supo que, en ese
gesto de amor, le demostraba que le había pillado y perdonado el robarse los
cafés de los comedores de medio pelo que frecuentaba y a los que nunca la
invitaba.
Ese día, Santiago tenía una
exposición fotográfica en el centro de la ciudad. Era por la tarde, por lo que el
desayuno debía aguantar hasta esa hora.
Santiago pensaba cómo salir de
la casa sin dar mayores explicaciones, mientras dudaba, se había vestido para salir de
forma casi inconsciente. Con la taza vacía de café en la mano fue a ver a Mariana que
regaba las plantas. ¿Vas a salir? Le preguntó mirándole de arriba a abajo. Capaz
que llueve hoy, llevarás paraguas le dijo. Santiago, impulsado por ese pase inesperado de
Mariana, aprovechó el momento, le dio un beso y salió sin desayunar. Eran las
9h30, faltaban 5 horas para el café y las galletas gratis de la exposición. No
había podido sacar sus botellas de reciclaje, ni las monedas que guardaba en el
cenicero. Tampoco el paraguas. Entonces su estómago tronó como un presagio de
lluvia.
Primero, debía caminar hasta
entrar en calor y que las endorfinas le quiten el hambre. Aunque esto después
le provocaba un bajón peor, no tenía muchas alternativas. Más o menos cuarto
para las once, Santiago ya había cruzado la ciudad de un parque a otro, en
dirección al lugar del evento que, en realidad era una exposición que estaba
abierta desde hace 3 meses, pero que, los primeros días de cada mes, ofrecían
café y galletas gratis que eran espectaculares.
Faltaban todavía tres horas y
tenía que superar la hora del almuerzo.
De tanto tomar agua en los parques, Santiago no podía caminar más por
las ganas de orinar. Sentía que su vejiga iba a explotar. Los baños públicos no eran una opción porque
costaban 15 centavos el urinario. Tuvo que caminar hasta la gasolinera más
cercana a donde llegó sintiendo que se orinaba encima. Sudando, logró bajar la
cremallera y apuntar. Cuando finalmente salió sintió que se habían salvado él y
la humanidad entera.
Entonces comenzó el bajón,
primero los rugidos de su estómago se transformaban en hipos. Luego, cuando esa
parte pasaba, venía el dolor de cabeza que latía en las sienes. Eran las dos de
la tarde. Faltaba una hora, pero en realidad nadie llegaba puntual, así que
faltaban dos. Santiago supo entonces que al menos debía regresar a casa
furtivamente a tomarse un par de pastillas para la migraña que le estaba por
reventar. Pero por las vacaciones de Mariana esa no era una opción.
Fue a la biblioteca municipal, se
durmió el par de horas que necesitaba y aunque la cabeza todavía le pesaba como
un tomate gigante, pudo controlar las náuseas, ir a la galería y cogerse todas
las galletas que necesitaba.
Antes de llegar a casa, Santiago
sabía que Mariana no estaba. Le dejó las galletas intactas en el mesón de la
cocina. Fue a vomitar y tomarse las pastillas. Se puso la pijama y le dejó una
nota a Mariana que decía: les traje galletas a ti y a tus plantas, a tus gatos
no.
Eran las 6 y Santiago se metió a
la cama hasta el otro día.
Día 5
Mariana necesitaba buscar trabajo
sin que el mundo se de cuenta que está desempleada. Entró al LinkedIn e increíblemente
tenía 34 notificaciones. Varias de ellas, eran del mismo LinkedIn, que le decía
que debía completar más datos de su información personal para así ser más “elegible”.
Entonces tuvo que subir una foto de perfil, poner un número de contacto y
resumir su CV. Se dio cuenta que lo
tenia desactualizado y que la última vez que buscó trabajo fue hace 9 años. Trató
de matar la desazón con otra taza de café soluble al que se iba acostumbrando a medida que pasaban los días.
Entonces entró en el perfil de Santiago.
Intrigada, veía como él había logrado justo lo que ella necesitaba: que se interesen
en su perfil, que le pongan me gusta, que compartan con ella contenidos, que la
inviten a eventos. Sin dejar de sentir que rebuscaba, vio el último evento al
que había ido Santiago y no le sorprendió que era la galería de arte que hacía
las exposiciones de fotos. El siguiente era una cata de café, se animó a registrar
como asistente. Santiago vio la notificación y sintió un escalofrío. Sabía que
algo así pasaría al aceptar su “conexión” pero no tan pronto. Se sintió
observado y, aunque lo único que tenía que ocultar era su pobreza, no dejaba de
sentirse nervioso y decidió que lo mejor sería invitarla y contarle que ése era
su plan para que haga una pausa con ese café soluble y se tome uno decente como
a ella le gusta.
Al volver de su caminata, sabía
que Mariana estaba en casa. -Vamos a la cata de café- le dijo, apenas entró, casi
sin saludar. Desde el fondo del mini patio, ella volvía de un mundo de gusanos y
bichos que había atrapado todo el día para evitar que se coman sus plantas. Le dijo, - vamos - y así tendremos dos libras de café gratis, en vez de una.
Santiago no tuvo que explicarle
nada. Otra vez, Mariana le decía con café que lo aceptaba pobre y desempleado y
que en estos tiempos, tal vez, eso era
más importante que el amor.
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