Confinadas.
Estaba un poco sorprendido de que lo que comenzó como un fugaz pensamiento, ahora se había convertido en realidad.
La segunda trató de morir en su propio lecho. Pero no lo logró. Luego de un penoso intento, la rigidez pudo
más. El cadáver parecía embalsamado, así
como cuando los taxidermistas le tratan de dar vida al animal muerto poniéndolo
en una posición de movimiento. La mano
derecha se alzaba intentando agarrar el borde de la grada, mientras la cabeza
gacha, le hacía contrapeso. Y así se murió.
***
Cuando llegaron, nunca las acepté del todo. No pensé en matarlas. Mi
intención era convivir con ellas, tratar de tener un poco de paz. Sin embargo,
muy pronto, comenzaron a apoderarse de la casa. El pelo, el olor y las tareas
que me implicaban su presencia, me hacían sentir como una mascota. Tal vez el gato gordo con un poco más de vida
que el sofá.
Había que tener paciencia y estar atento. El jabón líquido en dosis mínimas
terminaría por acabar sus defensas y no dejaría rastro. Así fue como empecé con
las dos al mismo tiempo. Fue muy fácil, yo era el encargado de lavar los platos
y de alimentarlas. Todo se dio.
Un día que volvía del campo, llegó la tercera. Para mí fue como una
confirmación de que estaba en lo correcto. El gato gordo debía matar a las
intrusas.
***
Pasaron algunos meses. Nunca se quejaron y pronto aprendieron a valorar lo
que tenían. A veces me iba de paseo uno
o dos días y les dejaba comida para medio día.
Al volver, me amaban. Entonces, subía la dosis de jabón un poco, casi
nada.
De repente, la segunda amaneció con el rostro desfigurado. La quijada se le
había hinchado y alargaba su cara de una forma cómica y al mismo tiempo
fantasmal. Parecía que se había puesto una máscara. Supe que si algo le pasaba
yo era el único sospechoso.
Sin embargo, tuve suerte. Se
recuperó. En tres días se deshinchó y
solo hubo que lavarla bien con hierbas cicatrizantes.
***
Un día vi que la primera había ganado peso. Algo no estaba bien.
El encierro generalizado me hizo pasar en casa todo el tiempo. Pasé días
observándola. Descubrí que había aprendido a cazar pájaros, los guardaba y se
los comía en partes que no compartía con la flaca. Habían dejado de luchar juntas, ahora cada
una iba a salvar su pellejo.
Entonces les di de regalo un plato a cada una. Y aumenté el jabón a la
gorda.
La gorda dejó de serlo en tres días. Parecía como si la muerte se había
llevado de forma apresurada toda la carne de los huesos. Al cuarto día, la
cabeza cayó sobre su pecho y perdió toda capacidad de reacción. Nadie en la casa se hacía cargo de ella y yo sentía
que estaba pagando lo que le había hecho, porque era yo el que tenía que
limpiar su rastro de muerte y esfínteres que habían dejado de funcionar.
Al quinto día, murió. La enterré esa
misma tarde.
La segunda siguió el mismo camino, pero aterrorizada. Pronto empezó a
moverse solo en las noches. Se escondía, me huía. Sus últimos días fueron
iguales que los de su hermana. Para mí
también fue más fácil. Nunca la vi hasta ese día que bajé las gradas y me la
encontré petrificada.
Sonó el timbre y yo recién había tomado la decisión de no guardarlo
más. La culpa era como una brea que lo inundaba
todo. Más que un peso, lo sentía como una
arena movediza a mi alrededor. Entonces supe que no había otra opción que no
sea la de escribirlo todo. Pero el
timbre volvía a sonar.
Aunque tenía la confesión preparada una y otra vez en mi cabeza, cuando
quise volcarme a la hoja en blanco, no pude.
El timbre sin pausa y el silencio. Supe que ella, cansada de esperar, había
saltado la pared. Yo apenas había comenzado.
Cuando estaba por entrar en detalle, la puerta de mi habitación sonó con
fuerza. Luego escuché las patadas y el forcejeo para entrar.
“Querida, yo maté a las gatas.”
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