Amores como el nuestro.


UNO

Esto escribo con la esperanza de sacármelo de encima de una vez por todas.

Hubo momentos, los recuerdo claramente, en los que yo me preguntaba cómo había hecho para terminar en una relación así.  Y, aunque le echaba un poco de culpa a mi hermano, yo sabía que eso era una excusa común.

Todo empezó cuando él tenía 6 o 7 años y era la estrella del equipo de fútbol de su escuela. Entonces yo me hice fan de mi hermano y, siguiéndolo a todas partes para verlo jugar, la conocí. No pensé que eso, que empezaba inofensivamente como una amistad influenciada, me iba a llevar a un punto de mi vida, en el cual las cosas se tuvieron que resolver a palazos.

Aunque me estoy adelantando un poco en la historia. 

Cuando tenía 8 años, ella ganaba uno de sus tantos trofeos. Yo recuerdo que los festejé con sana emoción. Luego, eso de ganar premios se convirtió en una obsesión y entonces le perdí un poco el gusto a emocionarme por triunfos ajenos. Sin embargo, seguimos adelante con lo que ya se había convertido en una relación estable de más de 10 años.

Con ciertas intermitencias, como pasa en la mayoría de las relaciones, tuvimos algunos buenos momentos, muchos, tal vez.  Quien sabe, paradójicamente creo que lo que mató nuestra relación fue un exceso de buenos momentos.  Ahora que miro hacia atrás, vuelvo a confirmar que las historias de color rosa son un poco aburridas.

Ella era como la novia perfecta, su color favorito era el blanco. Siempre hacía bien las tareas, a veces las hacía de forma sobresaliente. Pero ella, en el fondo, sabía que no lograba lo que quería: un amor irracional. Uno de esos que te deja sin aliento, que te quema la piel y te hace sentir que estás vivo.  Además, para que todo sea coherente, ella nunca tenía problemas de dinero. Sin ser ostentosa, lograba hacerte notar, que si se proponía, podía obtener lo que quisiera.  Y yo caí a sus pies, como un bicho que disfruta quemarse contra el foco achicharrante.

Hasta que una vez, en un partido de fútbol normal con un resultado mediocre y cuando yo ya tenía mis veinte y tantos, escuché una voz. Era como si solo yo la estaba escuchando. Una voz que solo me hablaba a mí, una voz que le hablaba a mi alma. Sí, porque no era al corazón, mi corazón ya le pertenecía a alguien. 

Cuando me di cuenta lo que significaba esa voz, lo primero que viví con intensidad fue la negación. Quería negar ese encuentro, quería no haber visto nunca esa luz y seguir tranquilo en mi mundo perfecto: ciego y gozosamente mudo.

Después de un tiempo, tuve un exilio voluntario, de esos que llaman becas estudiantiles y me fui a un país lejano. Obviamente la relación cambió y como era fácil de predecir, todo se enfrió. Entonces yo entré en un conflicto de identidad y culpa.  Preferí pasar esa etapa haciéndome el loco conmigo mismo de una forma tan tozuda que logré aislarme del mundo anterior con el que estaba tan conectado.

Probé la soledad tan de cerca, que tuve miedo de que ese sea un estado permanente. Y entonces ahí, supe definitivamente, que no podía seguir siendo la misma persona que había sido hasta entonces y no podía seguir haciendo las mismas cosas.

DOS

Al volver, lo primero que hice fue constatar que no tenía ninguna gana de ver a mi ex. Aunque no habíamos terminado, yo ya la llamaba mi ex. Después rompí con el círculo de amistades que nos vinculaban. Entonces, pude hablar con mi hermano y le confesé que había conocido a la dueña de esa voz. Al principio no me creyó, pero nunca me juzgó y eso lo sentí como una liberación. 

Después yo ya sabía qué hacer. Tenía que ir a verla. Pero también sabía que era incapaz de hacerlo solo. Así que le pedí ayuda a mi amigo del alma, Javier. Él sabría cómo, pero para eso tendría que contarle que ya no estaba con mi ex, que yo había hecho algo imperdonable, pero que no tenía vuelta atrás y que cada paso que daba hacia este nuevo estado, sentía que me liberaba mucho más.  Claro, eso le pude decir, luego de estar suficientemente borracho, como para no ahorrarme ningún detalle.

En el chuchaki, el Javier necesitaba confirmar mi confesión.  Le aseguré que sí, aunque no me acordaba de nada.  Pero era imposible que no le haya confesado otra cosa que no sea el haber conocido a la voz, y que él tenía que ayudarme.

A la semana siguiente me dijo que la cita estaba programada. Como él sabía que mi vestimenta nunca era la adecuada, hizo lo que solo los hermanos hacen: me prestó su mejor camisa.  Así yo supe que la confesión que yo le había hecho ebrio, era la correcta.  Pero también supe que había ganado un hermano de vida.

Un Domingo de mis casi 30 años fui a verla con la camisa de mi amigo. Fue como me imaginaba, nervioso como estaba, apuré las cervezas hasta el punto exacto en el que se me fue la mano. Entonces sólo me importaba escucharla. Ella retumbaba en la ciudad entera, pateaba las montañas, fumaba marihuana y se emborrachaba como si los Lunes no existieran. Eso era el amor irracional y yo lo confirmaba totalmente dentro de mí. Era como si, de golpe, me hubiera nacido otro corazón.

Yo creía que todo iba a ser así. Pero nunca un golpe dado se queda sin un golpe recibido.  Yo sabía que había hecho algo imperdonable con mi ex y tenía que pagarlo.  También me enteré que la camisa azul y grana que me habían prestado, tenía que ganármela. 

Pasó en otro Domingo, muy cerca del lugar donde siempre nos encontrábamos.  Para ese entonces yo trataba de establecer nexos con su círculo de amigos, ellos la conocían desde su niñez y nunca habían pasado lo que yo con respecto a la voz.  Ellos nunca se equivocaron, nunca dudaron y yo los envidiaba por eso. 

Como de costumbre, ese domingo bebimos cerveza hasta que empezamos a cantar sin pausa y sin dolor.  Al salir, cada uno se fue por su lado, y yo me encontré con un grupo de borrachos entre los que estaba su exnovio. No pude escapar, el me insultó y yo irracionalmente me lancé contra ellos a puñetes y patadas.  Rápidamente me arrinconaron, patearon y con un bate me rompieron la cabeza. Mis amigos llegaron después a rescatarme y llevarme al hospital. 

Ese día, todos vieron lo que estaba dispuesto a hacer por ella.  Ese día yo redimía con sangre el mayor pecado en el fútbol: Cambiarme de equipo. Sí, porque la dueña de esa voz es la Academia, es el Deportivo Quito, esa voz es el amor irracional que siento cada vez que miro sus colores. Y bueno, pues la ex, es la Liga, tan perfecta y sosa que a veces pareciera que no tiene ni alma, peor voz.

La paliza recibida fue mi comunión final y el perdón con mi propia historia.  Ahora, soy un hincha del Quito que sabe gozar del dolor del triunfo y el sabor del fracaso. 

Ahora soy feliz sin culpa.



Nota del Autor:
Texto basado en hechos reales. 18 años de amor infinito por la AKD.
abril 2020. 
#cuarentena

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