Walter Nilo Rualpa
Capítulo UNO
El un lado de la moneda.
Fue sin quererlo, yo me desperté y la mochila estaba ahí, en el asiento junto a mí. Somnoliento y viendo que era el último, la tomé y bajé del bus. Pensé encontrar alguien pero la parada estaba desierta. Como casi siempre.
Caminaba por el pueblo vacío mientras me preguntaba por qué no decidí hacer la tesis a 15 minutos de mi casa y no a 3 horas, en diferentes medios de transporte, hasta llegar a este pueblo que se muere de viejo. En realidad hacía mi trabajo en las afueras del pueblo y vivía por uno o dos días con una familia que me daba un cuarto. A mí me servía para convencerme de que estoy avanzando en la tesis, pero además para desconectarme un poco de todo. Aunque esa sensación se me pasaba pronto y cuando volvía a la ciudad, había veces en las que me emocionaba hasta el llanto.
Llegué y dejé la mochila extraña sobre la cama, mi equipaje era un flash memory, trabajaba en mi cuarto sin internet y tenía una computadora fija que cuando tecleaba todavía parecía máquina de escribir, era inmensa. Entonces siempre la dejaba allí.
Me quedé 3 días esa vez, lo que supuso para mí, casi una prueba de fe. Contra todo pronóstico, tuve unos días productivos y quise aprovechar la racha, no fuera que no vuelva a pasar.
El último día, al salir del cuarto y empacar mis pocas cosas en una bolsa plástica, me acordé de la mochila y decidí usarla. Cuando la abrí y pude ver en su interior una lap top titilaba indiferente.
Chucha, pensé, alguien se debe estar muriendo sin esto.
CAPITULO DOS
Llegué a Quito a esa hora indefinida entre la tarde-noche y que es la mejor para no encontrarse con alguien conocido. Algunos carros ya habían encendido las luces, el tráfico y el rugir de los buses parecían puntos referenciales que confirmaban que estaba cerca de mi casa. Antes de subir al edificio, miré rápidamente las luces de la ventana del tercer piso para tratar de adivinar quién estaba. Sólo la lámpara de noche de mi madre estaba prendida.
Frente a la puerta del departamento, mientras buscaba la llave en esa mochila extraña que ahora llevaba conmigo, escuché cuidadosamente. Mamá había salido y mi hermano no volvería esa noche. Tenía la casa para mí. Pensé en armar una fiesta, hacer un pastel de marihuana, incluso en llamar a alguna amiga dispuesta a olvidar que somos amigos por un rato.
Entonces me reí de mí mismo. No tengo amigas.
Prendí mi computadora, puse música. Cuando estaba por dormirme, sonó un bip que venía de la mochila. Ah mierda, me había olvidado por qué estaba tan pesada. Me acurruqué al sentir la inmensa pereza de devolver el aparato a su desesperado dueño.
Desperté a la una de la tarde del otro día. Abrí la Mac, no tenía clave de ingreso y varias páginas estaban abiertas, incluyendo el correo electrónico. Entonces puse mi clave wifi.
Walter Nilo Rualpa. Así se llamaba el desesperado dueño. Inevitablemente vi la bandeja de entrada, varios correos de alguien llamado Rex, varios mensajes facebook, algunos correos en francés. Cerré el correo. Y todas las páginas de internet. Entonces apareció el texto solo en la pantalla y lo primero que vi fue una distorsión, una deformidad en tres dimensiones. Era una falta ortográfica y no pude parar el impulso de corregirla.
Entonces cerré, guardé los cambios y volví a meter la Mac en la mochila.
CAPITULO TRES
Iba en el taxi y acepté el periódico que el conductor me ofreció. Lo hojeaba despreocupado hasta cuando llegué a la última página en la que aparecía como titular: “Escritor desesperado ofrece recompensa”. Lo sentí como una patada en el estómago, definitivamente era él.
Yo había leído completamente el documento abierto, y lo que había sido al principio el impulso por corregir una falta, después se convirtió en una rabiosa experiencia que mezclaba odio y reconocimiento a la vez hacia una escritura llena de faltas ortográficas, incoherencias cronológicas, muletillas y palabras inventadas por todos lados. Sin embargo la historia me atrapaba una y otra vez y en algún momento sentí que mis correcciones le hacían bien al texto y al esfuerzo de ese alguien que quería ser escritor y que estaba empezando.
Pero no estaba empezando, cuando leí la crónica y anuncio de recompensa, supe que no era ningún principiante el autor del cuento que me había atrevido a editar.
Ese día era feriado y yo había salido a buscar algún lugar donde comer lo suficientemente alejado de mi casa para no tener que saludar con algún conocido. Casi no pude comer de la ansiedad por volver y ver el resto de miles de textos que Walter había guardado inocentemente en su disco duro, que también estaba en la mochila y que yo no le había prestado atención hasta que leí el artículo en el periódico.
Sin darme cuenta ahora ya lo llamaba por su nombre de pila: Walter. La patada en el estómago me había dado cierta familiaridad o nueva cercanía o quizá, el haber leído y editado sin pudor su texto me hizo entender por qué, pese a sus horribles y decepcionantes faltas en la escritura, sus historias eran cautivantes. Sabía que al leer el resto podía entender y tener la experiencia única de leer algo que nunca antes nadie había leído.
Entonces la patada en el estómago se convirtió en una sensación de codicia mezclada con placer.
CAPITULO CUATRO
Mi tesis ha avanzado muy poco, incluso tuve ganas de volver a comenzar y plantearme un estudio diferente con un enfoque más urbano. Creo que también influye el hecho de que al cambiar de una PC a una Mac, es como volver a aprender a tocar en guitarra ajena y eso puede hacer que uno pierda el ritmo.
Para ser sincero, no me arrepiento de haber borrado todos los cuentos, novelas y poemas. En cierto sentido, ya no eran como los había encontrado originalmente y además eran de alguna torcida manera, míos también. Ahora puedo decirlo de manera tranquila, sin embargo, pasé semanas angustiosas en las que traté de borrar todas mis ediciones e intromisiones para devolver la máquina a su dueño. Pero me aterroricé y juro que por primera vez, el miedo me paralizó.
Lo único que hice fue borrar los archivos y avanzar en mi tesis. Ahora estoy seguro de que no quiero ser escritor.
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EL OTRO LADO DE LA MONEDA
CAPITULO MIL
Él había vuelto a la ciudad de sus cuentos. Era como un carro que volvía a la misma estación de gasolina cuando se quedaba seco. Pero también volvía como esos rockeros viejos que deciden juntarse a hacer unos cuantos dólares más.
Desnudo y con otra desnuda a su lado. El deprimido escritor miraba al techo, no sólo por el coito no terminado sino por sus cuentos que se le habían ido en un bus. Se lamentaba mientras recogía sus arrugas y sus vellos entrecanos.
Tres días y no sé nada de nada, cómo puede ser! En este mundo de solidaridades espontáneas a la velocidad del internet. La ciudad me está fallando! Vociferaba. Y era la primera vez, desde que había llegado, que renegaba de su ciudad y su manía de dejar cosas olvidadas por doquier, entre ellas, su computadora personal.
Haber compartido su tragedia en facebook le dio falsas esperanzas que al final resultaron peligrosas. Al tercer o cuarto comentario de solidaridad, la conversación facebookiana cayó en el tema político. Y nunca volvió a salir de ahí. La tragedia se hizo viral frente a los ojos del escritor. Los comentarios se olvidaban de la pérdida de sus novelas recientemente terminadas, pero coincidían en que la culpa la tenía el alcalde actual. O el presidente, al final daba igual.
CAPITULO DOS MIL
Volvió a la casa sin siquiera comprar el periódico y desayunar en el café de la esquina, mientras veía la gente pasar. Estaba preocupado, confuso, se había olvidado de mantener sus buenas maneras y se había olvidado de hacer lo que los escritores hacen.
Encontró a Rex tendida en la alfombra jugando con los gatos. Eran dos y siempre los llevaba consigo.
Rex era el nombre artístico que se puso a sí misma Roxana, y estaba harta de que todo el mundo le cante el estribillo de la canción de Sting.
-Además me da un aire de violencia, porque es nombre de perro-, decía, para zanjar cualquier conversación que quiera seguir en el tema. Era feminista, escribía y además tomaba fotografías, como casi la mitad de la gente en esta ciudad. Era hermosa y tenía novio pero follaba con el escritor porque estaba aburrida de Quito.
El escritor desesperado se metió a la cama y quiso ser Onetti, pero se quedó dormido. Trató de soñar en sus novelas y lo logró. El argumento estaba vivo, pero los giros, las palabras inventadas, los pedazos de alcohol entre los párrafos y los momentos placenteros de haber escrito esos capítulos, se habían ido definitivamente.
Entonces semi dormido lo único que quiso es quedarse solo, como los verdaderos escribientes. Y así fue.
Rex lo vio y se vistió rápidamente, cogió los gatos y se los llevó en su bolso, sin saber si volvería alguna vez.
CAPITULO TRES MIL
El escritor decidió atacar con todo. Fue a la policía judicial e hizo cola junto con gente desesperada por un celular.
-Coja un ticket y espere su turno. Tiempo aproximado de espera 48 minutos. -
Salió a fumar, terminó su cigarrillo y se limpió con el ticket los dientes amarillos. Volvió a la casa para encerrarse en su cuarto y beber en la cama sorbos pequeños de ron desnudo. Ahora si sentía que quería morirse.
Tuvo pesadillas con sus personajes: Soñaba que lo abandonaban.
Al otro día, muriéndose de la resaca, Walter Nilo Rualpa salió de su casa en dirección el mercado más cercano: los chuchakis en Quito no tienen glamour. Necesitaba un caldo de patas hirviendo, con mote y picadillo aparte, si le iba bien se tomaba una cerveza, a ver si las cosas mejoraban.
Sentado, mientras se metía el primer sorbo, alcanzaba a ver su propia fotografía en el periódico que la dueña del lugar leía sin prestarle atención. Le dio vergüenza y esperó que nadie lo reconociera. Entonces volvió a reírse de sí mismo por primera vez desde que había perdido su computadora: estaba en Quito y era un escritor avejentado, nadie lo reconocería. Eso le dio ánimos y pidió la cerveza de la cual había dudado al principio y al final se tomó tres. Llegó a la conclusión de que más probabilidades de que alguien lo reconozca hay en París, en donde el mundo está entrenado para eso.
CAPITULO CUATRO MIL
Una vez más y como la última vez, pero en realidad como siempre, la ciudad le había vuelto a decir cuando era el mejor momento para marcharse.
Allá seguramente volvería a extrañarla y le darían ganas nuevamente de escribir. Saldría a algún bar a estirar las piernas y tomarse unas copas de casualidad. Entonces por fin se encontraría con alguien y, quien sabe, tal vez su escritura vuelva a fluir o al menos hablar de eso le haría sentir mejor.
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