de vuelta a las calles

Era la ciudad nuevamente la que no la dejaba descansar. Desde la terraza de ese séptimo piso, veía la neblina invadir el edificio como una nube poderosa de frío, smog y humedad. Ella tenía su olor, sus olores. En las mañanas era ella la que le reventaba a latidos los pies. Pero también los cadáveres de amores olvidados y sus miembros esparcidos en cada tapa de cerveza, en las cenizas de los bares, en los chuchaquis dolorosos. La ciudad parecía un hexágono de lucha mortal. Cada quien con su arte marcial, con su récord y noqueos. Los cuerpos sudorosos transados en batallas, exhalando sustancias, sudores amargos, sudores de sabores, sabor a marihuana, a cuellos entumecidos de placer. Los golpes silenciosos son los que duelen más, los que te rompen las piernas. A veces ella pensaba que sólo la ciudad la podría abrazar estando ebria, sin asco y con ternura, sin la mirada derrotada de sus padres, o la complicidad desoladora del amigo de turno. Cuando bajó las gradas de los siete pisos, el clima había cambiado. Había fumado tanto que su cabeza aturdida se quejaba de la garganta seca y las pocas ganas de seguir. Uno se parece a quien ve crecer, y el ánimo, así como el clima de la ciudad, cocinaban una incertidumbre permanente haciendo que todos los amores terminen fatalmente tormentosos. Ella sabía que no estaba a salvo de nuevas soledades, y que la misma ciudad que tanto veneró varias veces, la había desconocido en esquinas innombrables y en cualquier momento lo haría una vez más. Por eso era mejor volver a esa soledad ya conocida, a la libertad embadurnada con brea, al destello irónico del albedrío, al escape permanente del amor.