la vida es una pelea de box.
El se destripa contra las paredes convenciéndola que la ama como a nunca nadie había amado en su vida. Ella le dice que lo quiere, mas sin embargo, deja escapar de una extraña y calculada manera que lo va a dejar. El llora una felicidad apurada con algunos desesperados tragos de vino de cartón, mientras camina nerviosamente escudriñando la habitación. Ella habla dulcemente de lo bien que se había comportado frente a los avances de algún anónimo y miserable pretendiente. El encontró lo que buscaba y pese a que escuchó el nombre y propuesta del atrevido mal nacido, la información le resbaló por la comisura de los labios como las babas de la gente que duerme con la boca abierta. Había encontrado un porro a medio fumar.
Ellas eran dos. En la pantalla y pese a los guantes puestos, ambas podían ser reinas de belleza. Pero en realidad son dos boxeadoras y la blanca de ojos castaños y nombre de pelea le está propinando una paliza a la negra de imposibles ojos verdes, rasgos finos y hasta narices respingadas. En diferencia de condiciones las dos avanzan al segundo round, el público desenrolla las banderas patrias y grita emocionado de presenciar una carnicería.
En la sala, un matemático de 36 años grita que todos los poetas son bob esponja y él pensó que porque absorben el alcohol como esponja, pero no, el matemático había pensado otra cosa. Cuando le llegó la hora, lo primero que hizo fue carraspear, acomodarse las estrafalarias gafas y hablar bajito como si quisiera que nadie lo escuche. Después vinieron los aplausos.
Finalmente él se sienta con el teléfono todavía en la oreja, el vino en la mano y el porro en el velador. Y aunque debiera quemarse ella, y él con ella, por la trágica profecía que su futura infiel novia le hiciera, él está entretenido, deleitándose con unos aceitosos te quiero y yo te quiero más que ambos se vomitan el uno al otro muy dentro del hocico. Como para no dejar que ninguna duda se filtre en sus sólidas mini comedias de tres minutos con dolorosa interrupción y vuelta otra vez a marcar.
El público grita encarnecido, quiere verlas que se agarren de los pelos y se metan las uñas en los ojos. Pero ellas, bellas, muestran una técnica depurada, un bailoteo demencial y una elegancia para mantener la distancia con el jab, ganar respeto con el cortito al rostro y jugar a pedir perdón de rodillas con el gancho al hígado. Además, la de ojos castaños se apunta una holgada victoria con intervención de referee y todo. Pocos lamentan el tambaleo de la hermosa muñeca negra que parece haber despistado sus ojos verdes en una andanada de golpes. El poeta, el novio y bob esponja, están entre esos pocos.
Fueron cuatro poemas y el trató de explicar alguna ridícula importancia de ese número, mientras increíblemente su voz parecía querer bailar con el micrófono para perderse en la acústica del hermoso y antiguo caserón. Estaba seguro de que pocos lo oyeron. Increíblemente esta vez también hubo aplausos. Después todo se terminó pronto. Un escaso ron con cola y unos tristes libros intercambiados, serían rápidamente completados con un escape furtivo a la licorería, la compra de un vino tinto y alguna excusa que lo lleve al hotel más cercano y barato posible. Se sentía inspirado, quería hablar con su novia, beberse el vino y disfrutar de una buena pelea de box.
Ellas eran dos. En la pantalla y pese a los guantes puestos, ambas podían ser reinas de belleza. Pero en realidad son dos boxeadoras y la blanca de ojos castaños y nombre de pelea le está propinando una paliza a la negra de imposibles ojos verdes, rasgos finos y hasta narices respingadas. En diferencia de condiciones las dos avanzan al segundo round, el público desenrolla las banderas patrias y grita emocionado de presenciar una carnicería.
En la sala, un matemático de 36 años grita que todos los poetas son bob esponja y él pensó que porque absorben el alcohol como esponja, pero no, el matemático había pensado otra cosa. Cuando le llegó la hora, lo primero que hizo fue carraspear, acomodarse las estrafalarias gafas y hablar bajito como si quisiera que nadie lo escuche. Después vinieron los aplausos.
Finalmente él se sienta con el teléfono todavía en la oreja, el vino en la mano y el porro en el velador. Y aunque debiera quemarse ella, y él con ella, por la trágica profecía que su futura infiel novia le hiciera, él está entretenido, deleitándose con unos aceitosos te quiero y yo te quiero más que ambos se vomitan el uno al otro muy dentro del hocico. Como para no dejar que ninguna duda se filtre en sus sólidas mini comedias de tres minutos con dolorosa interrupción y vuelta otra vez a marcar.
El público grita encarnecido, quiere verlas que se agarren de los pelos y se metan las uñas en los ojos. Pero ellas, bellas, muestran una técnica depurada, un bailoteo demencial y una elegancia para mantener la distancia con el jab, ganar respeto con el cortito al rostro y jugar a pedir perdón de rodillas con el gancho al hígado. Además, la de ojos castaños se apunta una holgada victoria con intervención de referee y todo. Pocos lamentan el tambaleo de la hermosa muñeca negra que parece haber despistado sus ojos verdes en una andanada de golpes. El poeta, el novio y bob esponja, están entre esos pocos.
Fueron cuatro poemas y el trató de explicar alguna ridícula importancia de ese número, mientras increíblemente su voz parecía querer bailar con el micrófono para perderse en la acústica del hermoso y antiguo caserón. Estaba seguro de que pocos lo oyeron. Increíblemente esta vez también hubo aplausos. Después todo se terminó pronto. Un escaso ron con cola y unos tristes libros intercambiados, serían rápidamente completados con un escape furtivo a la licorería, la compra de un vino tinto y alguna excusa que lo lleve al hotel más cercano y barato posible. Se sentía inspirado, quería hablar con su novia, beberse el vino y disfrutar de una buena pelea de box.
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