las amo a todas
Cuando a Rafael Menéndez Vela se le ocurrió hurgar en su corazón, encontró que sólo habían restos de comida. Una cáscara de plátano, migas de pan y unos arroces duros desperdigados por ahí.
Cómo…? se preguntó. Eso es todo lo que hay?
Nuevamente y con una exacta mezcla de incredulidad y desconfianza, volvió a hurgar. Uno, dos, tres, cuatro arroces duros, ninguno de ellos con ningún nombre de ninguna amada grabado en el puerco arroz. Una cáscara de plátano, y esta vez las pecas y el oscuro color que había tomado no le recordaron ningún hermoso lunar en algún cuello despistado. Y las migas de pan desordenadas ya no fueron los restos del dulce remojo en una taza de café en leche que le recordaba a …a nadie.
Ya nada de eso le recordaba a nada.
Todo era lo que era: restos de una comida, además lejana. Incluso empezó a sospechar si esos restos de comida habían sido dejados por él o si alguien más había comido ahí, mientras él leía las más hermosas señales de amor en las moscas que siempre pulularon sus recuerdos y en el rastro de humedad que los gusanos dejan cuando se meten en la manzana encantada.
Seguramente era que no había despertado bien del todo. Tal vez era mejor levantarse de la cama de una buena vez, tomar una ducha y beberse un café lo más pronto posible para ver si su sistema de recuerdos mejoraba y así volver a hurgar en el hueco del pecho, que ahora le parecía un desayuno abandonado a medio consumir.
Mientras se bañaba intentó tararear la canción de siempre, esa que le recordaba a ella, esa que siempre se revolvía dentro de su cuerpo y le congestionaba la nariz hasta el punto del llanto. Fue imposible. Lo único que hizo fue sonarse los mocos de un siglo de gripes mal curadas.
Notoriamente preocupado ya ni siquiera pensó en el café y fue decidido a buscar la descolorida entrada del cine de la primera cita, o el mechón perfumado de ese olor que nunca se iba y que a veces aparecía equivocado en alguna desconocida transeúnte. El papel ese se había quedado en blanco de lo viejo y el mechón olía a lo que huelen los pelos guardados. Y ese olor había recorrido la habitación de una manera lenta y eficientemente invasiva.
Rafael Menéndez Vela sintió que sus piernas flaqueaban y que un vacío frío le invadía de repente. Sabía que había un último recurso, algo que había evitado concienzudamente todo este tiempo. Esta vez se hizo de la vista gorda cuando notó que sus piernas flaqueaban porque el gato se le cruzaba entre sus pasos y que el vacío que enfriaba su corazón, que parecía mesa de restaurante mal limpiada, era la defectuosa ventana que ahora se había vuelto a abrir.
Suspiró, pero la verdad eso parecía un hipo de alguna gastritis curada con cerveza en las infinitas resacas de sus fines de semana.
-El último recurso- pensó otra vez y observó desde lejos el cuaderno de poemas que estaba estratégicamente escondido pero al alcance de la mano. Trató de suspirar una vez más y lo que salió fue una tos seca de fumador viejo y tabaco barato.
Cuando vio una vez más la obscena cáscara de plátano supo que no había otra alternativa que abrir el cuaderno y leer los poemas. Así que fue y escogió al azar uno de los textos. Lo leyó de cabo a rabo, de principio a fin, de izquierda a derecha, a luz y contra luz, de cabeza y de costado. Nada. Era su letra, pero parecía que lo había escrito otra persona y para alguien desconocido.
Sonrió.
Fue a coger un pedazo de madera, lo cepilló, lo limpió. Tomó la pintura, el pincel. Casi se cae cuando pisó la cáscara de plátano, sopló los granos de arroz y de un manotazo limpió las migas de pan.
Fue al jardín y colgó el letrero:
BIENVENIDAS...
Cómo…? se preguntó. Eso es todo lo que hay?
Nuevamente y con una exacta mezcla de incredulidad y desconfianza, volvió a hurgar. Uno, dos, tres, cuatro arroces duros, ninguno de ellos con ningún nombre de ninguna amada grabado en el puerco arroz. Una cáscara de plátano, y esta vez las pecas y el oscuro color que había tomado no le recordaron ningún hermoso lunar en algún cuello despistado. Y las migas de pan desordenadas ya no fueron los restos del dulce remojo en una taza de café en leche que le recordaba a …a nadie.
Ya nada de eso le recordaba a nada.
Todo era lo que era: restos de una comida, además lejana. Incluso empezó a sospechar si esos restos de comida habían sido dejados por él o si alguien más había comido ahí, mientras él leía las más hermosas señales de amor en las moscas que siempre pulularon sus recuerdos y en el rastro de humedad que los gusanos dejan cuando se meten en la manzana encantada.
Seguramente era que no había despertado bien del todo. Tal vez era mejor levantarse de la cama de una buena vez, tomar una ducha y beberse un café lo más pronto posible para ver si su sistema de recuerdos mejoraba y así volver a hurgar en el hueco del pecho, que ahora le parecía un desayuno abandonado a medio consumir.
Mientras se bañaba intentó tararear la canción de siempre, esa que le recordaba a ella, esa que siempre se revolvía dentro de su cuerpo y le congestionaba la nariz hasta el punto del llanto. Fue imposible. Lo único que hizo fue sonarse los mocos de un siglo de gripes mal curadas.
Notoriamente preocupado ya ni siquiera pensó en el café y fue decidido a buscar la descolorida entrada del cine de la primera cita, o el mechón perfumado de ese olor que nunca se iba y que a veces aparecía equivocado en alguna desconocida transeúnte. El papel ese se había quedado en blanco de lo viejo y el mechón olía a lo que huelen los pelos guardados. Y ese olor había recorrido la habitación de una manera lenta y eficientemente invasiva.
Rafael Menéndez Vela sintió que sus piernas flaqueaban y que un vacío frío le invadía de repente. Sabía que había un último recurso, algo que había evitado concienzudamente todo este tiempo. Esta vez se hizo de la vista gorda cuando notó que sus piernas flaqueaban porque el gato se le cruzaba entre sus pasos y que el vacío que enfriaba su corazón, que parecía mesa de restaurante mal limpiada, era la defectuosa ventana que ahora se había vuelto a abrir.
Suspiró, pero la verdad eso parecía un hipo de alguna gastritis curada con cerveza en las infinitas resacas de sus fines de semana.
-El último recurso- pensó otra vez y observó desde lejos el cuaderno de poemas que estaba estratégicamente escondido pero al alcance de la mano. Trató de suspirar una vez más y lo que salió fue una tos seca de fumador viejo y tabaco barato.
Cuando vio una vez más la obscena cáscara de plátano supo que no había otra alternativa que abrir el cuaderno y leer los poemas. Así que fue y escogió al azar uno de los textos. Lo leyó de cabo a rabo, de principio a fin, de izquierda a derecha, a luz y contra luz, de cabeza y de costado. Nada. Era su letra, pero parecía que lo había escrito otra persona y para alguien desconocido.
Sonrió.
Fue a coger un pedazo de madera, lo cepilló, lo limpió. Tomó la pintura, el pincel. Casi se cae cuando pisó la cáscara de plátano, sopló los granos de arroz y de un manotazo limpió las migas de pan.
Fue al jardín y colgó el letrero:
BIENVENIDAS...
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