ido

Hay que caminar, se repitió a si mismo, como si fuera una conclusión que por si sola era un alivio y por lo tanto había que volverla a sentir. Y entonces salió de la casa. Casi sin ni siquiera coger las llaves. Comenzó a recorrer hacia el norte, con la cabeza un poco aturdida por las inconstantes líneas que acababa de leer. Pensó que las paredes son como de corcho, donde todos dejan notas, fotos, recortes de periódico, avisos. Todos los muros llenos de recuerdos y los pisos y las plazas y a veces ya es imposible caminar por las veredas sin pisar historias, nostalgias, todas esparcidas como si cada esquina de la calle fueran miembros despedazados de un recuerdo más grande, más intenso, más inútil.

Y sintió otra vez esa soledad tan observada que le dejaba la mirada fría, como de lágrimas congeladas.

Siguió caminando como si tan sólo hubiera sido un bache anímico y le restó importancia, porque a fin de cuentas si había salido era para dejar de pensar, porque si al pensamiento lo dejas libre fácilmente cae en esos agujeros oscuros donde las palabras son tristes y las sensaciones mejor ni hablar.

Parecía como si muchos hubieran salido a dar un paseo. Hasta los perros que se había encontrado parecían perros ensimismados que vagabundeaban libremente. Siempre envidiaba la vida de los perros. Una sola vez en su vida dejó de envidiarles y fue en un pueblo del sur, prácticamente un espejismo de arena y amores despiadados. Fue un día de sol seco como muchos. Había contado cuántas veces fue feliz en el último día y se dio cuenta que podía contar de día en día. Cuando llegó a tres días de exultante alegría, piel, calor, ganas y descanso, lloró. Después salió a caminar y al cruzar la segunda calle se encontró con esos perros a los que alguna vez envidió. Había dejado de envidiarles y volvía a reírse solo.

Ahora, mientras sorteaba la neblina que acariciaba a la ciudad como si se hubiera quedado dormida desnuda, le parecía que más que caminar la ciudad estaba más bien reconociéndola, sintiéndola. Como si él también necesitara irse desprendiendo de sus miembros para esparcirlos en cada esquina y así poder vivir en ella, sabiendo que ambos habían vivido juntos y mientras más intenso sea lo que pueda sentir, más intensas van a ser las ganas de volver, las ganas de irse.

Casi sin notarlo había empezado a caminar más liviano, su cara se había relajado y ya nadie rehuía la mirada. Ahora ya sus pies caminaban solos y los semáforos cambiaban a verde a cada paso. Hay días así. Días en los que lo que sientes es una serenidad cautelosa, expectante. Hace unos años esto sería un jolgorio, pero él recuerda que había salido a caminar como último recurso. Y entonces es cuando los pasos han marcado el camino y ahora los pies sólo siguen las huellas. La neblina ya no es nada más que su aliento chocando contra la ventana y los vapores confundidos de un café en sus manos.

Comentarios

diegoncia ha dicho que…
hay que verla:

http://whenyourestrangemovie.com/?page_id=12

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