Vecindario.


Hiiii jaaay!

Se escuchó en medio de la noche. Parecía un quejido animal. Un ronquido humano, enfermo.

Ortega se levanta pesadamente y comprueba qué dolores le aquejan esa mañana. Empieza por estirar los dedos de los pies.  Estirar, contraer, estirar, contraer. Luego, hace círculos con los pies, en sentido horario y anti horario.

Entonces, las rodillas, las levanta con el peso de las cobijas. Uno, dos, tres, dolor. 

Otra vez ese suspiro.

Estoy al otro lado de la habitación. Todo este edificio parece hecho con paredes de cartón, relleno de galletas de sal.  La primera vez que di un puñetazo contra la pared, hice un hueco tan vergonzoso que tuve que comprar un cuadro y colgarlo encima. 

Entonces, empecé a escucharlo. Era como si el hueco, había logrado un espacio sonoro, de total nitidez. Si Ortega se rasuraba, yo escuchaba el golpear suave de la cuchilla contra la piel.

Puse un par de medias hecho pelota para usarlo como tapón. Trataba de cortar el ruido y así aguanté unos días.

Ortega siempre se levantaba a tomar un vaso de agua a la media noche. Después a orinarla a las 3 am.  Esa madrugada, cuando pasó por el refrigerador camino al baño, escuchó el suspiro como si fuera el último estertor de un animal muriendo por la asfixia. Se quedó frío, sólo pudo reaccionar cuando un tibio calor recorrió sus piernas, empapándolo todo.

Hoy, hice una videollamada con un colega con el que siempre tenemos proyectos en mente y, aunque casi ninguno de ellos se concreta, siento que sirve como una especie de terapia ocupacional. Así los dos dejamos de sentirnos tan desempleados.

Duró más de lo habitual y en la madrugada, cuando lo escuché con nitidez, supe que el suspiro, que yo creía que era humano y que sonaba así por la tristeza enorme de Ortega, no era de Ortega. 

Fui a ver el hueco de la pared. De alguna forma la humedad se había encargado de hacer pequeño el tapón que yo había improvisado hace unos días. Iluminé con la linterna del celular presioné un poco y vi al otro lado a Ortega parado y pensativo, como si dudara de dar un paso hacia adelante o hacia atrás.

Lo único que pude hacer para poder dormir esa noche, fue el prometerme a mí mismo arreglar la pared rota y hablar con el vecino. Mañana a primera hora.

  

2

 

Ese día, Ortega estaba listo más temprano de lo habitual.  Respiró dos veces y comenzó a buscar en el celular el número de su hija. Marcó el que decía “Regina último número“, luego “Regina número último trabajo “. Le dejó un mensaje de voz diciéndole que, tal vez, le podría recomendar un urólogo y que la extrañaba.  Regina no respondió esos mensajes.

Golpearon la puerta. Ortega salió y habló con el vecino, éste le habló de paredes, humedades, quiso pasar y no lo dejó.

Ortega sintió sed, esta vez, se había traído el vaso de agua al velador. La tomaría menos fría y en menor cantidad, para evitar el levantarse. Soñó que iba al baño y que tenía un cadáver en el refrigerador y que el ruido era la desesperación del alma tratando de escapar de la nevera.

Mojó la cama. Tuvo que darse un duchazo, sacar el edredón que había comprado para cuando lo visite su hija y acomodarse en el sofá cama de la sala.

Todo olía a Regina y pudo dormir como nunca antes.

Durante el resto del día, traté de no pensar en Ortega. A veces, cuando me lo encontraba al subir las gradas del edificio, sentía como que algo más iba con él, algo como una inmensa melancolía que me hacía pensar en mi propio padre.  

Entonces trataba de no coincidir nunca.

Pero al llegar la hora de dormir, pensé en el viejo levantándose en medio de la nada, a tomar su vaso de agua. Vi la hora y no escuché sus pasos, ni el ruido del agua correr. Entonces fui al hueco, retiré el tapón, encendí la linterna del celular y no vi nada.

Hice un par de huecos más y luego los volví a tapar. Nada.

Mañana, trataré de hacer unos más.


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